
Y vi un gran trono… blanco como ningún otro. No era de mármol, ni de oro, ni de piedra preciosa. No podía ser tocado, ni siquiera comprendido. Su sustancia parecía fuego congelado, luz sólida, justicia pura… una forma de existencia que desafiaba las leyes de la materia y del espíritu. No tenía bordes ni base. Flotaba suspendido sobre el vacío eterno. Su brillo no quemaba la piel… pero quemaba el alma de quien no estaba limpio. Ante aquel trono, la tierra huyó… y el cielo se hizo a un lado. El universo entero retrocedió en temor. Lo creado no podía sostener la mirada de su Creador. El tiempo fue arrancado como un manto sucio y arrojado al olvido. Ya no existía el antes ni el después. Solo quedaba un ahora… eterno, inquebrantable, definitivo. Una multitud infinita se extendía más allá del horizonte. Eran millones, incontables, desde todas las naciones, todas las eras, todas las lenguas. De pie, desnudos de toda excusa. Algunos temblaban. Otros sollozaban. Pero nadie hablaba. Ni un susurro. El silencio era absoluto, sofocante. Solo se oía el latido temeroso de los corazones… y el crujir de las almas. Y allí estaba Él, sentado sobre el trono. No tenía forma humana. No era una figura reconocible. Era fuego… era luz… era una tormenta de poder inmóvil. Un ser que no podía ser contenido por palabras. El Eterno. El Justo. El que conoce el secreto de cada pensamiento. Su sola presencia destruía toda mentira. Su mirada, aunque no visible, era una espada que cortaba el alma. Los que osaban mirarlo directamente caían de rodillas, vencidos por la gloria. Los que intentaban apartar la vista no hallaban sombra, porque ya no existía rincón donde esconderse. Todo había sido expuesto. Cada obra, cada palabra, cada intención… ahora colgaba sobre sus cabezas como sentencias escritas en el aire. Los cielos temblaban, pero el trono permanecía firme, inmutable. Y entonces, sin necesidad de gesto alguno, sin voz que lo anunciara, el primer libro se abrió. Un sonido atronador, como miles de portones de hierro cayendo a la vez, sacudió los cimientos del juicio. Y con esa apertura… comenzó el día que nadie podría evitar. El día del fin… para muchos.
El silencio continuaba. Pero no era un silencio vacío… era un silencio que dolía. Un silencio espeso, que se adhería al alma como una sombra viva. Todos sabían que algo estaba por suceder. Se podía sentir… en el aire que no se movía, en la luz que palpitaba, en la presión invisible que apretaba los corazones. Y entonces, sin una palabra, ocurrió. Desde lo más alto del trono, descendieron los libros. No uno, ni dos… sino incontables. Libros antiguos, desgastados, sellados con fuego y verdad. Flotaban lentamente, como si el mismo universo los sostuviera con temor. Cada uno contenía vidas… completas. Historias. Secretos. Maldades escondidas. Pensamientos que jamás se dijeron… pero que fueron escritos. El primero se abrió. El sonido fue aterrador. No era un simple crujido de papel. Fue como si el mismo tejido de la realidad se hubiera desgarrado. Un rugido silencioso. Una grieta en el alma. Y entonces, la lectura comenzó. No con voz. No con labios. Sino con conciencia. Cada persona, al ver el libro, supo que lo que estaba escrito allí… era suyo. No había duda. No había escape.