Muchos hoy caminan por la vida creyendo que todo está bien. Ríen, celebran, se rodean de lujos, se entretienen, comparten su felicidad falsa en redes sociales, pero no se dan cuenta de que algo mucho más oscuro se esconde detrás de la aparente paz que el mundo les ofrece. El enemigo ha cubierto sus ojos con un velo invisible, y les ha susurrado dulces mentiras al oído: “El infierno no existe”, “No necesitas a Dios para ser bueno”, “Dios es amor, Él nunca condenaría a nadie”. Palabras suaves… que arrastran al alma hacia un destino eterno de sufrimiento.
Las personas viven envueltas en una falsa seguridad, creyendo que con solo ser “buenas” escaparán del juicio. Pero lo que no saben… es que ya están caminando directo hacia las fauces del infierno, y cada paso que dan, cada pecado no confesado, cada decisión sin arrepentimiento, los hunde más en una oscuridad de la cual no podrán salir jamás. Hay quienes incluso asisten a templos, oran, repiten frases religiosas… pero en su interior están vacíos. No tienen una relación verdadera con Dios, y eso los hace presa fácil de las tinieblas. Demonios los rodean en silencio. Se mueven entre las sombras de su vida diaria. Se ocultan tras los placeres, detrás de las distracciones, del orgullo, de la vanidad. Los observan, los tientan, los guían con astucia hacia una muerte eterna, mientras ellos no sospechan nada. El infierno no se llena solo de asesinos o perversos. Se llena de aquellos que pensaron que todo estaba bien. De los que creyeron que aún tenían tiempo. De los que se engañaron a sí mismos diciendo: “Dios me entiende… no soy tan malo”. El terror más grande no es el fuego, ni los gritos, ni las cadenas. El terror más grande es despertar en el infierno y darse cuenta… de que todo fue una trampa. Que viviste engañado. Que nunca estuviste bien con Dios. Que despreciaste las advertencias. Que ya no hay vuelta atrás. Y ahora… solo queda sufrir. Para siempre. ¿Estás completamente seguro de que no estás siendo engañado en este mismo momento?
Muchos se hacen la misma pregunta en silencio: ¿por qué un Dios de amor no permite que las almas escapen del infierno? ¿Por qué la condena debe ser eterna? La respuesta no es sencilla… y tal vez por eso, da tanto miedo. Porque el juicio de Dios no funciona con emociones, ni con lamentos tardíos. Funciona con verdad. Y la verdad… no negocia.
Dios no encierra a nadie en el infierno por capricho. No es un castigo sin razón. Es la consecuencia final de rechazar, una y otra vez, al único camino de salida. El infierno no está lleno de inocentes pidiendo piedad. Está lleno de almas que despreciaron la misericordia mientras la tenían frente a los ojos. Una vez que se cruza la línea entre la vida y la muerte, el alma entra en un estado eterno. Y lo eterno no se rompe. No hay puertas en el infierno. No hay relojes. No hay cambios. No hay evolución. Es como quedar atrapado en el segundo exacto donde se tomó la peor decisión… y repetirlo para siempre, sabiendo que fue tu elección. Pero aquí está lo más inquietante: el infierno no está vacío de Dios… está lleno de su justicia. Porque donde no hay perdón, solo queda juicio. Y ese juicio es absoluto. Final. Irrevocable.
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